"Lamento Peruano".

Publicado en por Ius Ibero

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Fue en el año 2000 cuando en el diminuto pueblo de Moquegua, Ollanta Humala conjuntó a 45 comandos militares para levantarse en armas contra el presidente del Perú, Alberto Fujimori. El intento de golpe de Estado rápidamente fue sofocado. A pesar de la crisis inflacionaria y el escándalo desatado por los “vladivideos” (grabaciones que mostraban la corrupción rampante en los altos mandos del régimen de Fujimori), si algo podía desactivar el gobierno de “El Chino” era una bomba, cualquiera que fuera. A balazos logró demoler la sombra terrorífica del terrorismo que había asolado al Perú desde 1979; cortesía de los sanguinarios maoístas de Sendero Luminoso y el MRTA. Después de vencer el conflicto armado guerrillero-terrorista, detener el golpe de Estado de Humala era cuestión rutinaria.

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Semanas más tarde, Fujimori voló rumbo a Brunei para participar en una reunión de la APEC. Más que una reunión multilateral para tratar acuerdos de cooperación económica con todos los países con costas en el Pacífico, el viaje a Brunei resultó una coartada rutilante para abandonar el poder. Fujimori no regresó a Perú. El vuelo habría de tomar una escala sorpresiva: Tokio. Nadie supo cómo fue la orden; si la Presidencia peruana ya lo había planeado o fue una orden expedita y repentina del presidente Fujimori sin razón alguna. Tras haber aterrizado en Japón, la primera acción de Fujimori fue pedir asilo político en aquel país, la patria de sus padres. Acto seguido, envió por fax al Congreso peruano su renuncia como presidente. Su razón oficial: “abrir paso a una etapa de definitiva distensión política que permita una transición ordenada y, algo no menos importante, preservar la solidez de nuestra economía”. El contexto político dilucidó las “verdaderas” razones de la renuncia a distancia: el “supuesto” temor de Fujimori de ser enjuiciado por cargos de corrupción y la falta de garantías que protegieran su integridad física. Esta última, dicha explícitamente por Fujimori. Algo temía. Pero nadie teme de a gratis. La burla fue tomada con otra burla por el Congreso. Fue destituido por: “incapacidad moral”, una extraña e inmediable forma judicial. Comenzó la rezonga. El recuento de muertes y cargos. De dinero despilfarrado. De trácalas interminables.

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En 1994, Keiko Fujimori, primogénita del matrimonio entre Fujimori y Susana Huguchi, se convirtió en Primera Dama de la Nación tras el divorcio de sus padres. Huguchi abandonó todo título estatal. Según la ley peruana, la hija del presidente deberá fungir como Primera Dama en el caso de que la original haya muerto o se haya divorciado del mandatario. Con apenas 19 años, Keiko Fujimori era la mujer más poderosa de todo Perú. Asumió la presidencia de la Fundación por los Niños del Perú y de la Fundación Peruana Cardioinfantil. Encaró su papel con toda seriedad. Y, por supuesto, con total fidelidad a su padre. Defendió hasta la muerte sus políticas internas (irónico, hasta la muerte); engordó el discurso oficial que justificaba las matanzas de Barrios Altos y La Cantuta, donde civiles e indígenas fueron asesinados por la organización paramilitar Grupo Colina, con el pretexto de “combatir cuerpo a cuerpo al terrorismo” (cualquier parecido con México es mera coincidencia); y gestionó toda acción para que su padre permaneciera en Japón, exento de toda acción legal en su contra. Actuó como parrarayos del ex presidente, atajando toda proclama judicial y retórica que lo pudiera herir. No fue suficiente. En 2005, Fujimori fue detenido en Chile debido a una orden de arresto y extradición que el gobierno peruano había extendido a varios países. Hasta 2007, pudo ser extraditado a Perú, para ser juzgado por crímenes de lesa humanidad y corrupción. Finalmente, en 2010 fue declarado culpable y fue sentenciado a una pena de 28 años, sin oportunidad de ser indultado.

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Perú encara las elecciones presidenciales en medio de una gran incertidumbre. Keiko Fujimori y Ollanta Humala resultaron ganadores de la primera vuelta por sobre el derechista Pedro Pablo Kuczynski y el ex presidente Alejandro Toledo. De acuerdo con la ley peruana, será presidente aquel que obtenga el 51% de los votos. Fujimori y Humala entablaron una encarnizada lucha en las urnas de la cual Humala salió victorioso, pero quedó lejos de alcanzar la mayoría que estipula la Constitución de aquel país; logró el 29% de los votos ante un 22% de Keiko Fujimori. Habrá segunda vuelta. De Humala y Fujimori saldrá el nuevo presidente del Perú. La pregunta es si su gobierno, cualquiera de los dos, será novedoso, y no una extensión de regímenes pasados. Máxime, si lograrán prevalecer el afanoso crecimiento económico que ha emprendido el Perú desde hace años; justo en los tiempos, dicen especialistas, del polémico Fujimori; fortalecer el libre mercado ha brindado bonanza a un país tan golpeado históricamente por las crisis económicas. El crecimiento económico es la gran joya del Perú, y el Perú es la gran joya del crecimiento económico latinoamericano. Ha sabido deslindar la ideología política de sus gobernantes de su mercado. El éxito peruano es digno de emulación y causante de análisis. Y también de cuidado.

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La sociedad peruana afronta confundida estas elecciones trascendentales, no sólo para el futuro próximo del país, sino para la región. Humala, de ideales nacionalistas, que pregonan por el rescate de la “peruanidad”, exaltar los valores ancestrales de las culturas indígenas (quechuas, incas) e incluirlos con la cultura “occidentalizada”, populista hasta la médula, hombre de masas y retórica afilada; es el candidato predilecto del venezolano Hugo Chávez, personaje secundario pero de extrema importancia quien desde la sobreidad analiza todo movimiento. Su victoria reforzaría la zanja de tendencia socialista que se ha erigido por toda la cordillera de Los Andes; desde la Venezuela chavista, el Ecuador de Correa, la Bolivia de Morales. Y todo lo que ello significaría. Para el crecimiento y la estabilidad de la región, el resultado de las elecciones en Perú es determinante.

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Humala ha prometido, a pesar de sus políticas sociales, no tocar el libre mercado que tan buenos resultados le ha traído al Perú en los últimos años. Ha suavizado su discurso. Alejóse del socialismo radical chavista y ha optado por un socialismo marchante y progresista, a la línea y semejanza de Lula y Dilma Rousseff. Éste podría ser el punto de divergencia con Chávez y Evo Morales. Nada que un par de acuerdos entre ambos países pueda solucionar. Mientras Humala permanezca al margen, en la medida de lo posible, de cualquier cooperación económica con los Estados Unidos y refuerce su vínculo con Venezuela, Chávez podrá dormir tranquilo, sabedor de contar, sino con un defensor a muerte, con un aliado fiable. Empero, ¿la sociedad peruana podría dormir tranquila, ya sea con Humala o con Fujimori?

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Tras los dos candidatos se extiende una ola de críticas y ceños fruncidos. A juzgar por lo cerrado de la primera vuelta de la elección, la sociedad peruana, atestada de contrastes y bipolaridades, pareciera no decidirse en qué candidato es el más idóneo; o al menos, cuál es el menos peor a priori. Los detractores de uno y otro coinciden en un punto en común; el descontento y la confusión provienen de una figura extinta políticamente, pero vigente en lo simbólico: Alberto Fujimori. Ambos comparten, quieran o no, un vínculo irrompible con el ex-presidente, que podría marcar sus hipotéticos mandatos. De Humala, los opositores recuerdan su intento golpista contra Alberto Fujimori; de Keiko Fujimori rezongan el apoyo que brindó a su padre para esquivar la justicia. El cuestionamiento sobre ella es más duro, e infundado: “Es hija de un genocida, un dictador y un corrupto”, es el reclamo. De entrada, Keiko ya lanzó la advertencia de que combatirá al crimen organizado con toda la fuerza del Estado. De tal padre tal astilla. Mano dura. El beneficio de la duda. ¿Qué garantiza que la hija fue educada a imagen y semejanza del padre?

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En cambio, los más optimistas recuerdan los logros del ex presidente Fujimori y los traslapan a su hija como la encargada de continuarlos. A Fujimori se le atribuye el acelerado crecimiento económico del país; haber limpiado al Perú del terrorismo: borrar al MRTA del mapa y exiliar a Sendero Luminoso a lo más profundo de la selva. En Perú, a Fujimori se le odia o se le ama. Para algunos es, casi, el padre de la nación. Un impulsor. Un visionario. Un líder auténtico. Para otros es un vil genocida, un dictador, un violador atroz de derechos humanos. Por algo, Humala se levantó infructuosamente en armas contra él. La congoja del pueblo peruano es evidente. Su rol es inmensamente complicado. ¿A quién elegir? ¿Qué elegir?. Y sobre todo, ¿por qué elegir? La bipolaridad de juicios ha dinamitado la segunda vuelta, de pronóstico reservado. Disenso y consenso en paridad de fuerzas. Dilema.

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Sea quien sea el ganador, Humala o Fujimori, tendrá que cargar con la sombra, para bien o para mal, de Alberto Fujimori. Lidiar con el yugo sangriento emanado de su gestión y continuar con la bonanza mercantil que inició. Gestionar la infamia y privilegiar el progreso iniciado. Pero la figura de “El Chino” no podrá ser borrada del gobierno entrante, cualquiera que fuere. ¿El golpista o la hija del genocida? ¿El defensor del pueblo o la guerrera de la mano dura? ¿Izquiera o derecha? ¡Ay, pobre Perú!

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